Mensaje para el XXXIXº Premio Mundial Fernando Rielo de Poesía Mística

Salamanca, 12 de diciembre de 2019.

Buenas tardes. Desde esta Aula Magna, gran exponente del Barroco, de esta insigne Universidad Pontificia de Salamanca, saludo a sus autoridades, a los miembros del Jurado, a los organizadores y a todos los asistentes a este acto de entrega del XXXIXº Premio Mundial Fernando Rielo de Poesía Mística. Doy mi felicitación, en nombre de la Fundación Fernando Rielo, a la obra ganadora, cuyo título y nombre del autor o autora daremos a conocer a lo largo de este acto. Me dirijo, asimismo, a los diez poetas finalistas y a todos los poetas que se han presentado en esta 39 edición del Premio. A todos dedico este humilde mensaje, que quiere ser de ánimo para los que sienten y se dejan sorprender por el don de la poesía mística.

Partimos de un hecho cierto. La poesía mística es un arte hecho de palabras que, además de recapitular cuanto pueda decirse de la poesía lírica en general, nos transporta al recinto donde se concentra el misterio más acendrado del ser humano: su destino transcendente, que da unidad, dirección y sentido a todo vivir auténtico. Si la poesía mística despliega en el tiempo su prosodia y textura léxica, enciende, por otro lado, para el lector el resplandor de lo eterno, porque sondea en lo más profundo del alma y descubre en ella la verdad fundamental de que está llamada a culminar el camino de la plenitud.

El fundador del Premio, Fernando Rielo, afirmaba en una ocasión que “la poesía consiste en la transformación del tiempo físico en tiempo lírico”. Este tiempo lírico se adensa, desmaterializado de lo que tiene de cronología, para convertirse en profecía de la eternidad. Por eso, la poesía mística procede de una conciencia unas veces dichosa y otras afligida, pero siempre lúcida. Esta conciencia se hace tan intensa, que puede pensarse a veces que la vida cesa, pero lo que, en realidad, se detiene es el tiempo físico, para hacerse delgada lámina que separa el instante de la perennidad.

La dialéctica entre tiempo físico y eternidad escapa a cualquier intento de medida, porque el anhelo de perdurabilidad que late en el ánimo del poeta místico es incuantificable. Y se traduce en un temblor del alma, una titilación de los astros, un soplo del espíritu. Si la poesía mística hace suya toda la gama de las experiencias humanas, desde el vagido de una criatura al último suspiro del moribundo, de la algazara inocente de la amistad a la dicha madura del amor, el vehículo de su expresión se decanta hacia una enunciación que es, más que un desahogo, un alumbramiento.

Esta realidad desbordante la encontramos en los diez poemarios que han llegado a la fase final del Premio. Para explicarlos, queda superada la fórmula crítica que fue antaño productiva para decidir el origen de la poesía mística: la divinización de lo profano, pues el poeta místico de hoy comunica sin afectación que la vida mística discurre en el contexto de la cotidiana realidad humana. La mística no es el camino de lo excepcional, sino el pálpito que anima lo ordinario, es lo más propio del carácter deitático que define a la persona. El poeta místico ve a Dios en el tapiz del tiempo cotidiano y en la trémula vivencia del corazón.

Así, el escritor murciano, Miguel Sánchez Robles, en su libro Terrible ángel de sed, percibe la caduca repetición de todo lo temporal:

Todo transcurre, todo se enmudece,

estar es lo banal, lo consabido,

la sombra de un ayer tan repetido

que nada diferente nos ofrece.

Y por contraste, llevado en la contemplación espiritual, percibe la perdurabilidad del amor a Dios en este mundo:

Todo se acaba y sólo quien advierte

la dicha de tenerte a la que asiste

goza la luz brillar aún en su mente,

siente la vida salvarse de la muerte.

Por su parte, el poeta gaditano, Antonio Bocanegra Padilla, en El alma que me diste, articula esa misma proximidad de lo divino en lo inmediato:

¡Felicidad da saber

que está Dios entre mis cosas,

que aunque no se ve ni se oye

está presente y se nota,

que no está de mí alejado

pues es brisa que me roza!

Y qué decir de la escritora Beatriz Villacañas cuando en su poemario Donde nace la sed da cauce a la sed de intemporalidad que siente en lo más íntimo:

Eternidad, dame la mano

no me dejes aquí

en el siempre de un mundo limitado

por el adiós final de todo lo que empieza.

El amor divino es, asimismo, para la tinerfeña Teresa de Jesús Rodríguez Lara, en su libro Tu clara presencia, un abrazo rotundo que alimenta la fe:

Creo en Ti, Señor, profundamente

y te quiero y te sigo con locura;

tu Misterio me habita con holgura

y me abraza tu Amor como un torrente.

La poesía mística contemporánea no se deja fijar en fórmulas preestablecidas ni en cánones retóricos reductores. Se hace con una libertad formal que no tiene límites; y en ese amplio campo de posibilidades, el poeta abre sin restricciones las compuertas de sus vivencias íntimas. Hay, por consiguiente, un rasgo tanto confesional como testimonial que tiene un alto valor oblativo. Es que el amor místico supera pudores o reservas, y manifiesta con autenticidad la riqueza de la pasión espiritual. Proclama no solo que Dios puede ser amado con todas las fuerzas, sino que también es el Amante por excelencia, la fuente del Amor de donde mana todo verdadero amor. De este hecho dan fe los poemarios que han nutrido nuestra selección.

Así, en El respiro. Tu Espíritu dentro de mí, la escritora italiana Theresia Bothe reconoce la grandeza amorosa que viene de lo alto:

El amor más grande

que he sentido

es pequeño

cuando siento Tu Aliento

que entra en mí

y respiro el gozo

de Tu Presencia.

También el poeta panameño Javier Alvarado, en su libro El Pastor resplandeciente, se reconoce rodeado por la inmensidad de lo divino:

En tu mar se conjugan mis arenas,

la marea que tiembla, conmovida,

la isla que, de la tierra, desasida

esparce perlas, papos y carenas.

Y el escritor Luis García Pérez, en su poemario Tu presencia es trigal de mi esperanza, medita en el ósculo divino, que colma de dichosa luz los íntimos pliegues del alma:

Cuando el beso de Dios nos ilumina

esta frente de arcilla prisionera,

un fulgor de fecunda primavera

resplandece en el mar de la retina.

El jubiloso sentimiento que produce en el poeta místico el anclaje en lo divino se expresa, como hemos visto, sin ambages. Ello no es óbice para que también el yo lírico se haga eco de los pasajes purificativos por los que transita en la senda unitiva. Como afirma Bruno Forte, en La puerta de la fe (Sal Terrae, 2012), “Creer no es […] avanzar en la serena luminosidad del día: […] quien cree camina en la noche, peregrino hacia la luz”. Dios es, en efecto, luz para el creyente, que, sin embargo, deambula a veces en el tramo final de la noche que precede a la aurora. Esta experiencia purificativa se traduce en la representación de Dios como una ausencia, que se percibe, sin embargo, no de forma nihilista, sino esperanzada; de esta forma la vierte nuestro poeta Lucrecio Serrano en su obra Monte de las Bienaventuranzas:

Te quiero sin testigos,

sin nombres, sin apoyos, con mi nada.

[…]

yo quiero desnudarme

igual que el árbol viejo,

lo mismo que los niños en verano,

y decirte a escondidas,

donde tú y yo somos la sustancia del abrazo,

que me basta tu sombra,

que incluso sin tu sombra tú me bastas.

La imagen de la noche, que ha sido arquetípica en la expresión mística de la vía purgante, se ve recreada con rasgos originales por el poeta tinerfeño Iván Cabrera en su poemario Aspiro a lo celeste, donde como hablante lírico anhela leer la presencia misteriosa de Dios en el alfabeto de las cosas, en los vestigios de lo divino en la naturaleza:

En esta noche misteriosa

salgo hacia los caminos

de este baldío junto al mar

para esperarte en la amplitud

de la tiniebla, en el rostro

de la hierba nocturna,

de la espiga mecida por vientos interiores

y por tu aliento”.

Para el místico cristiano, la senda purificativa es una vía de configuración con el Jesús de la Cruz. Es ese el correlato elegido por el escritor Carlos González García con su libro Con los párpados vencidos, en el que acompaña a Jesucristo por la ruta de la Pasión, y experimenta con él los estigmas no tanto físicos, sino espirituales:

Y allí me quedo,

con el alma entumecida, al suspirar,

con el llanto alado

y la pena en un adagio de tristeza.

Tiritando,

acaricio el filo de mi cicatriz, la que solo habitas Tú.

Antonio Machado escribió en su “Retrato”:

Converso con el hombre que siempre va conmigo

–quien habla solo espera hablar a Dios un día–

mi soliloquio es plática con este buen amigo

que me enseñó el secreto de la filantropía.

El poeta místico no es, a diferencia de este sujeto monologal, un solipsista filantrópico, sino un interlocutor deitático que hace a Dios contertulio de sus más hondas conmociones. Restituye, de este modo, aquellas tardes del paraíso en que, según el Génesis, Dios paseaba por el Edén (Gn 3,8), para recrear, seguramente, la contemplación extática de nuestros protoparentes, y con ella, el inefable diálogo originario entre Dios y el hombre. Sí, la poesía mística es restauradora, dialogal, genesíaca: es un balbuceo del espíritu, un gemido inefable de amor. Esta textura dialogal entre Dios y el poeta se ofrece al hombre de hoy, hipnotizado por las imágenes provenientes de las pantallas virtuales o abrumado por la información que brota de los medios digitales, un camino de encuentro con lo más auténtico de sí mismo, pues, como decía Rielo, “la poesía es esta conciencia objetiva de alguien absoluto que es custodio de la forma ideal de nuestro existir” (Lovaina, 1982). Si la forma narrativa es la más adecuada para que el ser humano conforme los sentidos que tejen la trama de su biografía existencial, la poética resulta la más apta para explicarse el misterio que palpita en lo hondo de su ser: hemos sido hechos para la plenitud que Dios es, y solo en él podemos satisfacer el diálogo filial de amor que no necesita, en última instancia, de palabras, sino de un sonoro silencio del que la poesía mística es oráculo indefectible.

Invito a todos los presentes, e incluso ausentes, a gustar y a difundir, por medio del arte de la palabra, el más alto patrimonio que posee la persona humana, fundamento de todo otro patrimonio: su mística deidad, que procede de la Divina Deidad. Esta e su más alta dignidad, y la que, frente a la negatividad y el pesimismo de las ideologías que sustituyen a Dios por ídolos de tierra, nos hace a todos hermanos porque tenemos un celeste Padre común, que engrandece entusiasma y conmociona nuestro inquieto corazón.

He terminado.

Fdo.: P. Jesús Fernández Hernández

Presidente del Premio Mundial F. R. de P.M.